La muerte como fiesta

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El Día de Muertos 

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“Viene la muerte luciendo

mil llamativos colores,

ven dame un beso pelona

que ando huérfano de amores;

el mundo es una arenita

y el sol es otra chsipita,

y a mí me encuentran tomando

con la muerte en las cantinas…”

(Francisco Avitia. La Muerte)

Desde los últimos días de octubre y los dos primeros de noviembre, en ninguna otra parte del mundo la muerte adquiere un sentido festivo tan peculiar como en México. Por las calles se ven emotivos detalles que nos hacen saber que gran parte del país se prepara, una vez más, a darle la bienvenida a los seres que se nos han adelantado en el camino hacia la eternidad. Algunos pueblos se lo toman con seriedad, con la mística que el respeto por sus difuntos merece: ya les comienzan a preparar sus platillos predilectos, a limpiarles la casa, a blanquear las cortinas; ya realizan penitencias espirituales para que llegado el momento todo se vuelva unir: el ayer con el hoy. Para otros, es un tiempo de descanso, el pretexto de la fiesta; pero al final de todo, es tan cierto que a la muerte la tenemos presente.

El encuentro con ella será inevitable, sin importar las precauciones que se tomen. Se ha vuelto parte de la cultura popular y se asoma constantemente en acuarelas, pinturas, esculturas, papel picado, poesía, canciones, efigies, disfraces, máscaras de cartón y grabados. La muerte es también fiesta, porque el mexicano la exorciza con la esperanza de congratularse con ella entre aromas de ‘cempoaxochitl’ e incienso que se esparcen desde los altares hasta los cementerios locales.

Sabemos que todo esto no es nuevo; lo hemos vivido desde los orígenes de nuestra civilización. En remotos tiempos, Coatlicue, la madre de los hombres, de los dioses, la diosa de la vida y la muerte, era el origen y el misterio de la creación; era la progenitora de las estrellas y la luna; era la mujer quien concibió a través de una bola de plumas a Huitzilopochtoli. Esta ancestral narración justifica la cosmogonía de nuestros antepasados sobre el misterio de la existencia.

Como lo afirma el antropólogo Jorge Aegüello Sánchez: “Para el mexicano antiguo la muerte era un suceso natural, una continuación de su existencia; extensión que se reflejaba en sus ceremonias, ritos y ofrendas las que conformaban gran parte de su calendario ritual. Sin embargo, las acciones bélicas y espirituales que emprendieron los invasores españoles, cambiaron radicalmente la conducta de nuestros antepasados ante la muerte.”

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También para nuestra nación la muerte es sinónimo de muchas cosas en la actualidad: la hemos desplazado a los terrenos de la inseguridad, la tristeza, la desolación y el miedo; la hemos desacralizado como el momento decisivo de toda naturaleza. La fiesta de los Fieles Difuntos ha tergiversado su esencia y se ocupa por igual de adorar a la Santa Muerte como un ser espiritual, con la intención de evitarla y garantizar un mejor trato de su parte. Algunos colocan altares con su iconografía y le ofrecen toda clase de regalos en busca de indulgencia. Este nuevo rasgo contracultural antropomórfico depone la tradición de usar el altar de ofrendas para celebrar al difunto, quien yace en un mejor plano espiritual y quien gusta de comer en estos días sus platillos favoritos.

La iglesia católica hizo sincrética dicha tradición para cristianizar a los nuevos habitantes de una tierra encerrada en el misticismo y el folclor. Institucionalizó con esa finalidad dos días: el 1 de noviembre, para el recuerdo de Todos los Santos, quienes son las personas que con sus obras y fe alcanzaron los altares; y el 2 de noviembre, para todos los Fieles Difuntos, representados por las personas feligreses que tuvieron una vida cristiana y una santa muerte, pues tuvieron la asistencia de los sacramentos del catolicismo como la Confesión, la Unción de los Enfermos y la Comunión.

La muerte comenzó a humanizarse en sus atributos allá en París, durante los siglos XIV al XVI, a través de la denominada Danza Macabra, en la cual, terroríficos esqueletos bailaban con personas de toda clase social. Las pinturas que exhibían estas escenas venían acompañadas de una frase que lanzaba una advertencia: “Como te ves, me vi; como me ves, te verás.” Así se infundía miedo a la muerte y se arremetía a la conciencia de los penitentes cristianos para que pusieran en mejor orden su vida y no descuidaran su salud espiritual; de lo contrario, el infierno podría depararles.

Haya tenido éxito o no dicha práctica, hasta nuestros días siguen vigentes las versiones de que la muerte tiene un comportamiento humano. Sin embargo, a ella la hemos adoptado en nuestra nación bajo peculiares características. Sirva de ejemplo el relato de la cultura Yaqui de Sonora, en donde la muerte se convierte en un hombre que se ofrece a tomar como ahijado al decimotercero hijo de un anciano. A este misterioso personaje se le describe delgado, alto, con una espada al cinto, nada que ver con la típica iconografía del esqueleto con guadaña. Bajo la promesa de convertirlo en el mejor médico de la región, le revela sus secretos cuando cumple los trece años de edad. Lo lleva a una colina en donde está su morada; ahí le muestra una habitación en donde hay una gran cantidad de velas encendidas que representan la vida de las personas, así como flores de distintos colores.

En el entendido de este relato, le advierte que cuando una luz llega a su fin, un alma debe perecer, pero que él, como su ahijado, tendrá el poder de evitarlo. “Si me ves en la cabecera de un enfermo, podrás curarlo. Pero cuando me veas a sus pies, sabrás que  morirá y no le darás la medicina.” El adolescente obedece esa encomienda durante un buen tiempo y logra hacer fortuna con su brebaje. Cierto día, conoce a una hermosa mujer de quien se enamora; ella, advertida por la fama del curandero, le pide que atienda a su padre, agravado por un terrible mal; si lo logra, le jura, se casarán. Lamentablemente, cuando se dispone a hacerlo, ve a la Muerte a los pies de la cama. El joven, angustiado, duda por algún instante lo que debe hacer, pues se debate entre el amor que siente por la joven o su pacto. En un arrebato de astucia, gira al paciente para poderlo salvar, aunque dicha osadía tendría un precio. La chica cumple con su promesa y se realiza la boda; al término de la ceremonia, afuera de la iglesia, la Muerte se manifiesta con el pretexto de confiarle a su ahijado un nuevo secreto y lo conduce a la colina. Le muestra nuevamente las velas y las flores, como en ese primer día en que se conocieron. –Esta vela que acabo de agarrar es la tuya muchacho; yo le dije a tu padre que mientras estuvieras bajo mi cuidado nada malo podía pasarte; pero has roto nuestra alianza y eso cambia las cosas – dicho esto, sopló con enojo sobre la flama.

Esta leyenda nos ilustra el misticismo de la muerte en nuestra cultura. Pero no sólo los relatos orales lo hacen, sino también las pinturas y las demás disciplinas plásticas, como fue el caso del grabador José Guadalupe Posada, a quien se le dio el mote de El novio de la muerte. De sus trabajos, el pintor Diego Rivera llegó a decir que se trataba de: “…arte popular; lo considero el grabador del ingenio que interpretó magistralmente el dolor, la alegría, la angustia y la muerte, convirtiéndola en calavera que pelea, se emborracha, llora y baila.”

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Innegable es que durante estas fiestas en que nos convertimos en Muerteros de Corazón, tenemos la oportunidad de mirar nuestro pasado cultural bajo un sincretismo religioso. Mañana seremos parte de la comilona que en nuestro honor se improvise en una ofrenda; en ella habrá veladoras, dulces, papel picado, frutas, flores, incienso… y una simpática calaverita de azúcar, amaranto o chocolate que luzca nuestro nombre sobre su frente. Qué mejor que desde hoy seamos parte de la celebración, de ese jolgorio donde tomamos la mano de la huesuda para bailar una pieza o interpretar una alegre tonada…

“Se va la muerte cantando

por entre la nopalera;

¿en qué quedamos pelona?,

me llevas o no me llevas.”

(Francisco Avitia. La Muerte)

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